

La autoestima estratosférica del presidente de EEUU no se corresponde con la forma en que lo tratan sus interlocutores. Quizá le ríen las gracias, pero eso no significa exactamente que le hagan caso. Le han pillado el truco. Sus constantes cambios de posición le están debilitando. La gente sabe que si se le presiona un poco, si se le regala el ego con algún gesto aparente, le hacen mover de posición. Trump necesita presentarse como el conseguidor, como el negociador exitoso e infalible. Es cautivo de su adicción al éxito, de la flaca por exhibirse en el mundo como un triunfador nato al que nadie se le resiste.
Los resultados, sin embargo, son suficientemente migrados. Lo hemos visto con los aranceles. De la pizarra de bar casi todo está borrado, diluido, incluso con el archienemigo de China. ¿Qué quedará de esa bravata? También lo estamos viendo con la guerra de Ucrania, a la que debía poner fin en cuestión de días: Putin le está tomando el pelo. Ha logrado, ciertamente, un acuerdo para las tierras raras con el más débil, Zelenski, pero el ruso le toma el pelo. Y la guerra sigue. Europa también se resiste a obedecerle y se prepara, no sin contradicciones y dudas, para un futuro sin el amigo estadounidense. Y en su vecino Canadá ya hemos visto lo que ha votado a la gente: el candidato anti-Trump.
La estrategia de la amenaza y la orgullosa exhibición de la propia seguridad se le están girando como un boomerang. Su fuerza comienza a ser su debilidad. Y no sólo en lo político, también en lo económico. Los mercados no están para giros abruptos e inestabilidad. Las empresas necesitan previsibilidad a medio y largo plazo, no un circo volátil. El gigante de los supermercados Walmart, la mayor empresa minorista del mundo, acaba de anunciar que subirá precios. El bolsillo de los estadounidenses lo notará.
Trump se está revelando increíblemente poco fiable. Como presidente del país más poderoso no deja de tener mucha fuerza, tanto militar como económica, y por tanto no deja de dar miedo. Pero eso no es suficiente. El poder debe saberse administrar. Y él lo está malgastando con arrogancia. No es que el rey vaya desnudo –porque el poder lo tiene–, es que va psicológicamente disfrazado con un esperpéntico complejo de superioridad que su entorno no logra domesticar. Le hacen rectificar a menudo, pero cada cambio él lo sigue presentando como una excelsa victoria: no se da cuenta del ridículo y la desconfianza que genera. La confianza, en política y en economía, por no decir que en todo en la vida, es a menudo la clave.
La confusión es la siguiente. En lugar de buscar que la gente confíe en él –y por tanto, en Estados Unidos– pretende que se le obedezca, que le siga al dictado. Se dedica a emitir opiniones de una radicalidad y una crudeza inauditas, como si ello reforzara su preeminencia. El resultado es lo contrario, sus interlocutores ya han entendido que lo que dice es exagerado y que no ocurrirá, ya saben que se echará atrás, incluso que propondrá cosas contradictorias o que irá de un extremo a otro. Ahora soy amigo de Putin, ahora de Zelenski. Ahora ya me he cansado de ambos; ahora os vuelvo a convocar...
La precariedad infantil de su lenguaje también le delata y traiciona. Todo es cojonudo o todo es una mierda. Amigos o enemigos. Conmigo o contra mí. Al reducir y simplificar tanto los problemas y la realidad, a veces incluso parece que no sepa de lo que está hablando. Sí, comunica con mucha claridad y contundencia, pero paradójicamente hace dudar mucho de lo que comunica, de lo que quiere realmente. Se hace difícil para todos –para gobernantes, empresarios, periodistas…– medir sus posiciones, su estrategia. En definitiva, se hace difícil tomarlo en serio.
El problema con todo ello es que no estamos hablando de un vecino creído, un tertuliano fanfarrón o un negociante imprevisible. Estamos hablando del presidente de Estados Unidos, y cada palabra y decisión suyas reverberan por todas partes. Estamos hablando del hombre al frente de la nación que se enorgullecía de ser cuna de la democracia y la libertad. Estamos hablando de un líder que si fuera de ficción no sería creíble y que mira por dónde es absolutamente real y nos (des)gobierna a todos.