

Siempre me ha incomodado cómo, en nombre de la interpretación religiosa, las mujeres (siempre son las mujeres) deben tapar su cuerpo, modificarlo, deformarlo, mortificarlo y odiarlo para que no lo deseen. La idea del pañuelo en la cabeza (no hablamos de las pelucas de las judías ortodoxas o de los pañuelos de las abuelas cristianas porque por ahí ya no las hay o todavía no las hay) nos incomoda por lo que representa. En un tiempo lejano, sin ombligos al aire, piercings en la lengua, rodillas desnudas, gafas de pasta, diamantes en los dientes, calzoncillos y bragas a la vista, el pelo femenino era el símbolo (y lo sigue siendo) del pecado, de la belleza, del deseo. Había que taparlos. Las judías ortodoxas se les rapan (y, eso sí, se ponen peluca). Podemos decir, ahora, que el pañuelo es un símbolo de identidad, de feminismo y de lo que sea necesario, de empoderamiento. Le podemos dar la vuelta como en la palabra queer. Y todo depende, claro, de la mirada –que es única, que es propia– de la mujer que acepta o desea esa prenda que no sirve para nada (no es un sombrero para el sol, no es una bota de agua) excepto para provocar el confort de los demás. Yo, como con los toros, haría que esta práctica cultural, ancestral e infame muriera sola con la siguiente generación.
Pero no permitiría, como con el sexo, que las niñas menores de edad llevaran velo. Decimos, claro, que prohibiéndolo se las "estigmatiza" y señala. Cierto. Pero no es menos cierto –y estos ojos lo han visto y lo corroborarán los maestros– que hay niños, compatriotas y compañeros de escuela de las niñas, que van sin velo a clase, y que hacen piscina, que las estigmatizan tocándoles el culo o los senos por marranas.