

Hace unos días, el Parlament rechazó la moción de Aliança Catalana de prohibir el velo islámico. Todo ello generó, subsidiariamente, importantes turbulencias ideológicas en el seno de Junts y, de rebote, en el seno de la cámara que representa a la totalidad de la sociedad catalana. Permítanme plantear la cuestión más allá de la pura pelea partidista: ¿aquí estamos debatiendo un tema político o una cuestión de valores culturales en un sentido amplio? Conviene recordar que son cosas distintas. En caso de que se trate de una cuestión de valores, ¿el centro de gravedad del debate es la idea de tolerancia entendida en el sentido prepolítico de permisividad o bien en términos políticos de reconocimiento? Aclarar esta ambigüedad, en todo caso, no resolvería el verdadero núcleo del problema, que no es el de la tolerancia en sí misma sino la de sus límites en el contexto de una sociedad democrática que participa –da igual en qué grado y con qué lenguaje– del fenómeno de la diversidad cultural. La clarificación de los límites de la tolerancia puede desplazarse fácilmente hacia dos extremos pedregosos: el de la asunción de actitudes cercanas al relativismo cultural extremo ("todo vale", "toda diferencia es buena", etc.) o bien al etnocentrismo excluyente (aunque sea camuflado, en este caso, en la defensa de los valores occidentales).
La disyuntiva no es nueva, y ha situado a muchos gobiernos europeos en situaciones delicadas. Basta con pensar en la discusión generada hace décadas por el uso del velo en las escuelas laicas de Francia; en pocas semanas, un problema simbólico y más bien trivial degeneró en un enfrentamiento dialéctico que pudo llevar a una grave fractura social. La noción de tolerancia estaba en la base de la mayoría de las argumentaciones, tanto en un sentido como en otro. Lo que se debatía era, en realidad, una disyuntiva: o bien un modelo de estado basado en los viejos ideales republicanos de matriz jacobina, o bien una acentuación institucional del multiculturalismo. Sin embargo, como ya es habitual desde hace tiempo, la yuxtaposición de los diferentes sentidos de la noción de tolerancia actuó como un factor de distorsión política. El debate –quizás inevitable en un país con las características demográficas de Francia– quedó descabezado por la retórica confusa asociada al término. En ese contexto, y en muchos otros, esta actitud representaba una manera cómoda, fácil, de postergar sine die un problema político muy complejo que no ha hecho más que empezar. Sea como sea, cuesta imaginar el funcionamiento de un estado en el que los poderes legislativo y judicial tomaran partido por el relativismo cultural con todas sus consecuencias. También cuesta imaginar, sin embargo, la viabilidad de una sociedad multicultural que solo se hiciera eco de los valores y costumbres de una parte –no a la fuerza mayoritaria– de sus ciudadanos. En el primer caso habría mucha tolerancia recíproca, pero ninguna posibilidad de redactar leyes comunes y operativas; en el segundo, la ley resultaría monolítica, pero a base de intolerancia y exclusión. Estos son, actualmente, los extremos de la disyuntiva.
Hay prácticas culturales incompatibles tanto con la legislación vigente como con los derechos humanos recogidos en la Declaración de 1948. Un caso extremo sería el de la ablación del clítoris, que, por cierto, nada tiene que ver con el islam. En este caso no hay, ni debe haber, ningún debate: esto es un delito, y punto. Aunque no sea algo tan grave, tampoco deben discutirse, por ejemplo, determinadas normas relacionadas con la salubridad de los restaurantes o de las tiendas, sean de donde sean sus propietarios. Permitir ciertas situaciones nada tiene que ver ni con la tolerancia entendida prepolíticamente como permisividad ni tampoco como reconocimiento de la diversidad. En el caso de la indumentaria, en cambio, el asunto no lo veo tan claro en términos éticos. La mutilación sexual de una niña no es –no debe ser en ninguna circunstancia– “interpretable”; la ropa que se acabará poniendo cuando sea mayor, en cambio, es otra historia. Entiendo que haya personas que, honestamente, interpreten que se trata de una imposición no compatible con los valores modernos, y otras que, también honestamente, lo perciban, en cambio, como una opción personal y libre derivada de determinadas creencias. No he repetido el adverbio honestamente en una misma frase por error: creo que es la clave del debate. De este tema puede hablarse desde muchas perspectivas y, mientras no sean malintencionadas, todas pueden aportar algo interesante al debate. No sé si este es el caso, sin embargo...