

Lo que ha decidido el Tribunal Supremo sobre las pinturas de Sixena que están en el MNAC es una irresponsabilidad patrimonial. Las pinturas son como un enfermo que no está en condiciones de moverse.
Son pinturas románicas de entre 1196 y 1208, quemadas 750 años más tarde por elementos de una columna anarquista, y gente del pueblo mismo, en el estallido de la Guerra Civil. Cuando fueron llevadas a Barcelona, en 1936, llevaban dos días ardiendo. Es decir, estamos hablando de una pintura quemada sobre una tela de algodón finísima, enganchada con pigmentos naturales, restaurada por los equipos de un experto, Gudiol, pero con técnicas de hace casi un siglo, mucho menos sofisticadas que las de ahora. El fuego de 1936 no solo borró su color sino que cambió las propiedades de la materia.
El MNAC lo ha explicado sobradamente: los riesgos de mover las pinturas son superiores a los posibles beneficios que se conseguirían. De tan estropeadas que estaban, el equipo de Gudiol pintó fragmentos, porque de las partes quemadas apenas se puede deducir que es lo que se representa.
Y si alguna vez se llegara a rehacer todo el conjunto pictórico, los expertos deberían volver a Barcelona, a consultar los archivos del MNAC donde guardan los dibujos de Domènech i Montaner y sus alumnos, que en una excursión a Sixena de 1918 pintaron acuarelas a color de lo que vieron.
Aquí tenemos uno de los resultados de la ofensiva del episcopado español (1995-1998) para acabar con siglos de obispado de Lleida en tierras de administración civil aragonesa (algunas de ellas de habla catalana) con la creación de la diócesis de Barbastro-Monzón.