

Uno de los rituales ancestrales de los que viven más allá de la Panadella cuando vienen a Barcelona es aparcar "por allí el campo del Barcelona". Nadie sabe a ciencia cierta de dónde viene esta santa rutina (¿antes de Cristo? ¿Después? ¿Durante?), pero todavía está viva como un arenque anciano bailando rock'n'roll con muletas. Hace cuatro días (o según la Iglesia matemática que sigas, tres, o dos…) el Liam Gallagher leridano, Llorenç Bonet, adicto a la música y al deporte este de veintidós seres corriendo tras una piel curtida, hizo lo mismo que generaciones hacían desde los días de los ilergets.
Bonet deja el automóvil, y como es deportista (lo siento, niño), fue caminando desde el estadio del Barça hasta la plaza Universitat. Antes de que pregunte al depósito, mortal o nuclear, no pasó lo que piensa que tenía que pasar. Como el tipo es más bien de no te lo acabarás, el souvenir autóctono, tradicional, nostrat, vamos, el sombrero mexicano meteorológico que es el bochorno barcelonés, no acabó con él. Uf, dijo él.
Nuestro hombre es llegado a destino. Y se le ve aturdido. No es un golpe de calor. Aplastado. Descolocado. En medio de la plaza, como un Paco Martínez Soria del britpop de Manchester que ha venido a cantar con su grupo a la ciudad, enumera todo lo que ha visto en mansalva, a raudales, en sus cinco kilómetros de piernas. La lista sólo es potable para familias numerosas de tamaño XXXLLL. Hay de todo. Pero Bonet sigue con esa cara de panóptico rebelde, de cantante de pueblo-barrio. Cuando ha pasado revista en todas las maletas con ruedas de todos los turistas de todos los colores y barrigas posibles. Cuando ha revisado todas las tiendas de mil manjares de mil países que no salen ni en el mapa. Cuando ha contado y contado patinetes, bicicletas, chatarra móvil con ruedas que van con hidrógeno… Dice como si fuera la primera canción que abre el concierto: "Lo que me ha sorprendido de Barcelona es que no he visto a ningún niño jugando en la calle".
Ya sabemos que en Barcelona hay más perros que canalla. Y hámsters, gatos sin uñas y con fobia diagnosticada por psicólogos a ratones; ratones con carrera, burros sostenibles, abejarucos fosforescentes… Es la ciudad de las bestias humanizadas. Los niños están encerrados en prisiones, en centros de rehabilitación o en terapias visuales llamadas la Naranja Mecánica. Hay niños, pero chapados. Ahora, hacia la calle. Ninguno jugando. Ninguna libre. La calle es para los demás. Los niños ensucian. Barcelona Limpia de Niños. Jugar es antipedagógico. Puede deformarles el futuro física y psicológicamente. Lo dice el psicoterapeuta colibrí experto en criaturas volátiles.
Barcelona prohíbe levantar el vuelo. Mirad que ahora han tenido que cerrar el Museo del Arte Prohibido. Por todo. Ahora quizás los que le querían fuera montaran un Museo del Brunch. Arte efímero y comestible. Las obras prohibidas no van bien para la barriga y la neurona. Barcelona no quiere que haya personas que construyan. Hoy sería imposible el modernismo. Los Güell, los Gaudí. Las familias Girona del Urgell del Bonet-Gallagher que venían a Barcelona a construirla y dejaban el coche en el campo. Además, todos ellos tuvieron niños. Hoy ni niños, ni jugar en las calles, ni nada. Lo que se construyó debe destruirse. Los que hacen nacer deben enterrarse. De la fecundación al coitus interruptus como negocio. "No future", cantaban los punks. "No hay futuro", canta el espermatozoide barcelonés… y catalán.