Adiós a Francisco: el único que podía plantar cara


En 2013, la revista Time designó al nuevo papa Francisco Persona del Año. El cardenal Jorge Bergoglio había sorprendido a la opinión pública mundial. No solo por ser el primer pontífice jesuita y americano, ni porque, con la renuncia de Benedicto XVI, habría dos papas vivos, sino porque su actitud impactó a todo el mundo. Al salir al balcón de la plaza de San Pedro, Francisco se inclinó y, refiriéndose a sí mismo como obispo de Roma, pidió humildemente la intercesión de la multitud. ¡Un pequeño gesto eclesialmente revolucionario! Luego rechazó desplazarse en coches lujosos y vivir en el Palacio Apostólico, hablaba de "una Iglesia pobre entre los pobres" y decía que quería "pastores con olor a oveja". Su primer viaje fue a la isla de Lampedusa, para llamar la atención mundial sobre los miles de inmigrantes que todavía hoy mueren en el Mediterráneo.
La elección de Francisco, pues, fue un soplo de esperanza y de aire fresco en un ambiente viciado por décadas de papados conservadores, primero de Juan Pablo II, después de Benedicto XVI. Era muy claro que el cónclave lo había elegido para una tarea inaplazable: reducir el poder de la curia romana, el engranaje burocrático y político del Vaticano que había acabado por imponer sus propias leyes a obispos de todo el mundo y, finalmente, al propio Benedicto XVI, que, viéndose incapaz de reformarla, había tenido el valor de hacer otro gesto revolucionario: dimitir.
Sin embargo, no estoy tan seguro de que muchos cardenales fueran conscientes del perfil progresista del Papa. Al fin y al cabo, como arzobispo de Buenos Aires se había enfrentado abiertamente a los Kirchner y liderado la oposición contra la ley que aprobaba el matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero, una vez en Roma, el siempre malhumorado Bergoglio parecía otra persona: alegre, bondadoso, paternal, manteniendo el contacto de forma discreta con personas anónimas, rechazando la pompa de los grandes viajes de estado.
Esto no impide que Francisco haya impuesto sus criterios siempre que lo ha considerado oportuno, ejerciendo con contundencia el poder absoluto que el derecho canónico concede al Papa. Sus nombramientos, por ejemplo, han trastornado completamente las formas tradicionales de las carreras eclesiásticas: a la hora de forzar la renuncia de determinados obispos, de hacer nuevos cardenales provenientes de lugares remotos, de excluir a prelados corruptos, de designar a los miembros de los dicasterios vaticanos, incluyendo a mujeres en lugares destacados.
En el haber de Francisco quedarán importantes realizaciones. El Papa ha incorporado irreversiblemente la ecología y la defensa del medio ambiente en la doctrina católica, ha luchado contra la grave lacra de los abusos sexuales del clero y ha relegado definitivamente el predominio de la Iglesia europea en beneficio de una percepción mundial del catolicismo, prestando especial atención a los lugares con pequeñas comunidades minoritarias, desde Nigeria hasta Papúa, pasando por Magreb, Gaza y Mongolia.
Que en otros ámbitos las consecuencias de su política sean más duraderas dependerá, sin embargo, de si su sucesor la mantiene: la insistencia en la actividad social de la Iglesia, que tiene que ser, decía el Papa, un "hospital de campaña" para atender a los que viven en "las periferias" del sistema; la acogida de los homosexuales, a pesar de que Francisco no ha hecho cambios normativos en este punto; la "sinodalidad" como mecanismo de corresponsabilidad en la Iglesia, reduciendo su rigidez jerárquica; la libertad de investigación teológica; etc.
Finalmente, en el deber de Francisco quedará no haber puesto en marcha ciertas reformas que él mismo insinuó: las dos comisiones para estudiar el diaconado femenino y los debates del Sínodo de la Amazonia sobre la ordenación de curas casados han quedado en papel mojado. Por ahora, es difícil saber si el Papa no estaba personalmente convencido de ello o si ha tenido miedo a provocar una ruptura traumática en la Iglesia, dada la resistencia abierta del sector más conservador, que, desde la muerte de Benedicto XVI, ya no disimulaba su contrariedad con un pontífice tildado a veces de "comunista".
Cuando la vida del papa Francisco se apaga, la revista Time acaba de elegir Persona del Año a Donald Trump. ¡No puede haber una mayor contradicción! El presidente de Estados Unidos simboliza valores antagónicos a los del papa argentino. Y, con la desaparición de Francisco, se va, quizá, el único líder mundial con credibilidad para hacer frente a la ola de xenofobia, belicismo y cinismo que nos viene encima. ¿Tanto ha cambiado el mundo en estos doce años?