Las penurias de la atención domiciliaria: "Trabajo con parches de fentanilo contra el dolor"
La precariedad laboral castiga a las cuidadoras, que dependen de las administraciones locales y comarcales y que son el puntal de la atención a la dependencia


BarcelonaMarcial González Rodríguez tiene 60 años y lleva 42 postrado en una silla de ruedas. Cuando era joven, tuvo la ocurrencia de subirse a un árbol y cayó fatalmente al vacío. Hace poco más de una década también le detectaron un tumor en la columna vertebral y desde entonces tampoco tiene movilidad en el brazo derecho. Vive en Torre Baró, el barrio barcelonés de la película El 47 donde las casas se construyeron sin orden ni concierto en la ladera de la montaña y las vistas de la ciudad son espectaculares, pero que para llegar hasta allí hay que armarse de paciencia. A pesar de eso, cada día de lunes a viernes una trabajadora del servicio municipal de atención a domicilio va a su casa. Está como máximo una hora y media. Lo levanta de la cama, lo lava, lo peina, lo viste, le da el desayuno y lo deja sentado en la silla de ruedas hasta que a las dos de la tarde un amigo lo vuelve a meter en la cama, y tres horas más tarde su hermana le prepara una comida-cena que ya le sirve hasta el día siguiente.
Una mañana, sin embargo, la trabajadora municipal no apareció. "Ese día nadie me levantó de la cama y tuve que limpiarme con toallitas", dice el hombre, que intenta estirar el tiempo que la periodista le visita en casa para no volver a quedarse solo. Marcial asegura que agradece tener este servicio municipal: "Si no, no sé qué haría". Pero también dice que se lo hacen pasar muy mal.
Cuando la cuidadora que tiene asignada está de vacaciones o no puede trabajar –una situación que, según dice, ocurre a menudo– ya empieza a temblar. "En un mes, me pueden enviar cada día una persona diferente. Me han venido a levantar a las siete y media de la mañana en pleno invierno, cuando aún es de noche, o a las doce del mediodía, a pesar de que a las dos de la tarde me vuelven a meter en la cama", lamenta. También explica que, en ocasiones, la cuidadora olvida las llaves para entrar en su casa y él, lógicamente, no puede levantarse y abrir. Despropósito tras despropósito. "Me ponen de los nervios", dice exasperado.
Amparo Quintana, de 57 años, es una de las 15.000 trabajadoras del servicio de atención domiciliaria que se calcula que existen en Catalunya. "Hoy he tenido seis servicios. Todas eran personas mayores. Las he lavado, he cambiado las sábanas de la cama, he puesto la lavadora, he tendido la ropa, he cocinado...", enumera todo lo que ha hecho, sin darle mayor importancia. A todo esto hay que añadir, evidentemente, ir de un sitio a otro, de casa en casa. Trabaja en Sant Feliu de Llobregat. "Hay días que hago once kilómetros".
Amparo tiene una discapacidad del 66%. Así lo indica la tarjeta acreditativa de la Generalitat, que enseña para demostrar que no miente. "Tengo fibromialgia y me pongo parches de fentanilo de 50 microgramos cada tres días para los dolores". Continúa trabajando porque, argumenta, alguien debe ganar dinero en su casa. Está divorciada y vive con un hijo de 25 años con Asperger y dislexia que busca trabajo pero no lo encuentra. Ella, con una jornada laboral de siete horas de lunes a viernes, gana menos de 900 euros netos al mes. "Con una pensión todavía cobraría menos". La pensión no contributiva de invalidez es de 564,70 euros mensuales.
Miedo a denunciar
En febrero, ya harto, Marcial presentó una queja en la Sindicatura de Greuges de Barcelona. "Las quejas que nos llegan sólo son la punta del iceberg, porque poca gente se atreve a denunciar. Tanto las personas usuarias como las trabajadoras son de gran vulnerabilidad", dice el síndico, David Bondia. Unas temen quedarse sin servicio y otras sin trabajo. Bondia cree que es prioritario mejorar el servicio de atención domiciliaria y ya ha realizado varias recomendaciones al Ayuntamiento de Barcelona. El año pasado, el gobierno español aprobó una estrategia estatal para un nuevo modelo de cuidados que priorice la atención en casa por delante de las residencias. Sin embargo, esto es sólo la teoría. La práctica es mucho más complicada.
La atención domiciliaria (SAD) es un servicio obligatorio dentro de la cartera de servicios sociales. Es decir, todo el mundo que lo necesite tiene derecho a tenerlo. Depende de los ayuntamientos en los municipios de más de 20.000 habitantes y de los consejos comarcales en los de menos. Pero es el departamento de Derechos Sociales el que financia el 66% de su coste y recibe, al mismo tiempo, fondos del Estado con ese objetivo. El año pasado, destinó ni más ni menos que 136 de los 355 millones de euros que transfirió a las administraciones locales para pagar los servicios sociales básicos. En total se atendieron 69.474 personas.
"La mujer que viene del Ayuntamiento", que es como se conoce popularmente a las trabajadoras del SAD –casi todas son mujeres–, no trabaja en realidad para el consistorio en la mayoría de los casos. El 85% de las áreas básicas de servicios sociales tienen el SAD externalizado, según un estudio de julio de 2022 del Instituto Catalán de Evaluación de Políticas Públicas (Ivàlua). De hecho, desde que se aprobó la ley de dependencia en el 2006, las empresas y entidades que prestan este servicio no han hecho más que crecer: en Catalunya hay 569 registradas, según datos de la Generalitat. Sin embargo, la mayoría del pastel se concentra en pocas manos y sobre todo en Barcelona, destaca otro informe del 2019 de la Fundació Salut i Envelliment de la UAB.
En Barcelona, el servicio lo prestan la cooperativa Suara Serveis, que en 2024 cobró 50 millones de euros del Ayuntamiento con este objetivo, y la empresa Servisar Servicios Sociales –vinculada al gigante de las residencias DomusVi–, que recibió 39,6 millones, según una respuesta del consistorio a una petición de Transparencia del ARA. Este año, el Ayuntamiento vuelve a licitar el servicio, y de repente le han entrado las prisas a todo el mundo: por el gran volumen de negocio en juego y porque el convenio colectivo que regula el sector ha vencido y no hay forma de que patronal y sindicatos lleguen a un acuerdo. El departamento de Trabajo intentó mediar la semana pasada y ha convocado una nueva reunión para el 26 de junio. Del resultado dependerá la situación de las trabajadoras y, de paso, por supuesto, la calidad del servicio.
Para saber cómo es el día a día en el SAD, el ARA ha acompañado a tres trabajadoras durante su jornada laboral en Barcelona, sin que la empresa para las que trabajan tuvieran constancia. La jornada empieza mal para una de ellas: "Ni me han avisado de que vendrías a esa hora, ni mi marido puede salir de paseo ahora", contesta indignada a través del interfono una mujer que se niega a abrirle la puerta. Es la primera vez que acude a este domicilio porque la cuidadora habitual está de baja. Y sí, es cierto, quizá no sea la mejor hora para pasear a un abuelo: son las ocho de la mañana de un día cualquiera de marzo y hace fresco. Pero ella hace lo que le mandan.
La polémica bolsa de horas
La trabajadora no tiene más remedio que quedarse en la calle, sentada en un banco, a esperar a que llegue la hora del siguiente servicio: "Con el sueldo que cobro, tampoco me da para ir a un bar". Por lo menos, se consuela, le pagarán la hora no trabajada. En otras ocasiones, cuando el usuario cancela el servicio con 24 horas de antelación, se queda igualmente colgada en la calle y encima debe devolver a la empresa el tiempo del servicio no realizado, trabajando fuera de su horario laboral. Es lo que se llama la bolsa de horas, que es uno de los puntos de desacuerdo entre los sindicatos y la patronal.
"Es como si una dependienta tuviera que trabajar una jornada extra porque no ha entrado ningún cliente en la tienda y no ha vendido nada en todo el día. ¿Qué culpa tiene la cuidadora si le anulan un servicio y no le asignan otro?", se pregunta Jaume Adrover, secretario de servicios sociales de UGT Catalunya. El problema de fondo es que la administración sólo paga a las empresas por hora de servicio prestada.
En Barcelona, todas las trabajadoras del SAD utilizan la aplicación eDomus, que controla las horas que trabajan, indica qué usuarios deben atender todos los días y calcula el tiempo que en teoría tardan en ir de un domicilio a otro. En este caso, la aplicación dice que el trayecto dura ocho minutos. Sin embargo, la segunda cuidadora a la que acompaña el ARA lleva ya un cuarto de hora caminando a buen ritmo y aún no ha llegado a destino. En total, tardará veinte minutos, doce más de los calculados por la aplicación. "Si esto fuera una excepción, no pasaría nada", comenta. El problema es que es recurrente. Y la única solución es que el usuario tenga menos tiempo de servicio o que ella alargue su jornada laboral. Uno de los dos sale perdiendo.
En el domicilio, detrás de la puerta de entrada, hay un adhesivo del Ayuntamiento que la trabajadora debe escanear con la aplicación para que quede constancia de que ha llegado. Pero por mucho que lo intenta, no lo logra: la aplicación da error. Otro clásico. Qué desesperación, y los minutos siguen pasando. En la casa vive una mujer con parálisis en un brazo y en una pierna que apenas puede andar y que espera pacientemente a que la saquen de la cama. Hay que lavarla, vestirla, preparar la comida...
"Ya he avisado mil veces a la empresa de que mi jornada laboral termina a las dos y media de la tarde porque a las tres tengo que recoger a mi hijo en la guardería. Pero, a pesar de ello, siempre me ponen servicios que terminan a las tres. Un día fui a casa de un anciano, estuve diez minutos y ya me tuve que ir. El hombre se quedó llorando. ¿Por qué tengo que pasar yo por este mal trago?" dice otra cuidadora que es madre soltera. De hecho, según los sindicatos, madres solas, mujeres separadas con hijos a cargo, que han sido víctimas de violencia de género o extranjeras son las mujeres que suelen trabajar en el servicio de atención domiciliaria. "La mayoría no conocen sus derechos o no pueden permitirse hacer huelga porque cobrar 50 euros menos les supone no poder pagar el recibo de la luz", explica Montserrat Garcia, representante de la CGT.
Mónica Vázquez Ruiz, por ejemplo, tiene 43 años, es madre separada con una hija de catorce años y trabaja en el SAD de varios municipios del Maresme. Para ir de un pueblo a otro, su padre la lleva en coche y espera en la calle a que acabe cada servicio. "Es difícil encontrar otro tipo de trabajo en el que no tenga que trabajar el fin de semana. Cuando mi padre no pueda llevarme, no sé qué haré", lamenta. Cobra 900 euros netos al mes.
Pocos contratos de jornada completa
Yolanda Roldán Mercedes es peruana y cobra algo más: 1.011 euros netos mensuales. Trabaja en Sant Just Desvern, y su jornada laboral es de 32 horas semanales de lunes a viernes, y de ocho de la mañana a tres de la tarde. Dice que solicitó realizar jornada completa, porque tiene 65 años y le interesa cotizar al máximo: "Me contestaron que entonces tenía que trabajar de ocho de la mañana hasta la noche, sin horario fijo".
Entre un servicio y otro no pueden pasar más de dos horas en teoría, salvo que la empresa y la trabajadora así lo acuerden, dice el convenio colectivo de las trabajadoras del SAD. Y eso es lo que precisamente hacen muchas empresas, según los sindicatos: exigir a la trabajadora que acepte por escrito esa condición. De hecho, éste es uno de los problemas del sector: la dificultad de tener un contrato de jornada completa porque el trabajo se concentra por la mañana, cuando hay que levantar y lavar a las personas dependientes, y por la noche, cuando hay que darles la cena y acostarlas. Esto, evidentemente, contribuye a la rotación del personal.
El ministerio de Derechos Sociales calcula que, en cinco años, en España se necesitarán 260.000 cuidadoras más para garantizar la atención a las personas dependientes. O sea, a todas luces falta personal. "No faltan cuidadoras, sobran sinvergüenzas", opina Pilar Nogués, presidenta del Sindicato SAD, quien considera que habría suficientes trabajadoras si las condiciones laborales fueran dignas. Su sindicato reivindica una municipalización del servicio, o sea que se deje de externalizar y forme parte del equipo multidisciplinar de servicios sociales.
"Queda muy bien decir que hay que hacerlo todo público, pero eso es pura demagogia", replica el director del Observatorio Estatal de la Dependencia, José Manuel Ramírez Navarro, quien recuerda que a finales de 2023 todavía había 296.431 personas en España que esperaban ser atendidas o valoradas como dependientes. A su juicio, ésta sería la prioridad.
Sea como sea, lo que ahora corre más prisa es aprobar un nuevo convenio colectivo antes de que el Ayuntamiento de Barcelona vuelva a licitar el servicio Tanto patronales como sindicatos siguen enrocados, después de más de dos años de negociación Actualmente, las trabajadoras cobran el sueldo mínimo interprofesional, o poco más. “Son condiciones miserables a cuenta de las administraciones públicas”, lamenta la representante de CCOO, Noelia Santiago Alonso.
Fuentes de financiación
De hecho, el jefe de consultoría y proyectos de envejecimiento de la Fundació Salut i Envelliment de la UAB, Toni Rivero, confirma que "los precios de los ayuntamientos son muy ajustados". "A veces veo concursos y me pregunto cómo es posible que las administraciones pongan un precio máximo de licitación tan bajo y algunas empresas se presenten". El Ayuntamiento de Barcelona ha anunciado que pretende aumentar el presupuesto del SAD en 53,5 millones de euros, pero ha declinado hacer declaraciones hasta que no vuelva a licitar el servicio.
En la actualidad, España dedica el 0,8% del PIB al cuidado de personas dependientes, un porcentaje inferior al de otros países europeos. "Lo que un país puede gastar depende de lo que dedica a pensiones y a otros servicios. Y España gasta mucho en pensiones", afirma el catedrático de la Universidad Pompeu Fabra e investigador de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (Fedea) Sergi Jiménez-Martín, para aclarar que el cálculo no es tan simple. A su juicio, la clave es que exista "un impuesto dedicado sólo a la dependencia" o que "lo que se recauda en herencias se dedique estrictamente a eso". En definitiva, que el presupuesto "no dependa de que el político de turno lo considere o no importante".