

El programa económico que ha presentado Salvador Illa parece demasiado ambicioso para un gobierno que acaba de prorrogar los presupuestos por falta de apoyos, pero, aun así, esperaré a ver lo que dicen Mas-Colell, Miquel Puig y otra gente que saben más. Sí me atrevo a decir que, políticamente, el plan refleja una narrativa gastada, la de la "locomotora de España", un eslogan decimonónico, despolitizador, que ignora la naturaleza verdadera del contencioso catalán, aunque el president lo compensa con la zanahoria laportista de "superar a Madrid". Parece que Illa quiera explotar la rivalidad con la megacapital para contentar a nuestros bajos instintos nacionalistas, que el PSC no comparte pero utiliza cuando le interesa. Al fin y al cabo, obsesionarnos con Madrid equivale a integrarnos en el marco mental español –la liga estatal– y olvidarnos de la Champions. Y como, además, Madrid es el feudo de Ayuso, el PSOE está contento; para ellos, esta estrategia es un win-win.
Estuve en Madrid el pasado fin de semana. Es una ciudad magnífica, llena de vida. Pero su éxito no se explica sin la política. Es una capital hecha a golpe de presupuesto público, conectada por tierra y aire con los territorios vecinos, y con el resto del mundo con infraestructuras que hacen de aspiradora de gente y de recursos y centralizan el poder económico y la oferta cultural, lo que ha despoblado a la España castellana y ha dejado en mala situación a las periferias. Madrid es una metrópoli que hace de puente entre Europa y Sudamérica, y ni cincuenta Salvadores Illa podrían cambiar esta dinámica sin meterse un poco en política. En Barcelona no solo conviven dos almas, la catalana y la española; también está en juego si nuestra capital es una gran ciudad europea o la sucursal marítima de la nueva gran megalópolis transcontinental. Incluso Loquillo, poco sospechoso de catalanismo, advirtió de esa amenaza cuando dijo que él es un artista europeo, y no latino. Esto no tiene que ver solo con la economía, es una batalla de poder. Por eso se produjo el proceso soberanista. Y lo perdimos, pero dimos a España un susto enorme, y el recuerdo de ese susto es nuestra única fuerza, por ahora. Porque nosotros no pensamos que se pueda repetir, pero España sí.
El Procés fracasó por la incompetencia de unos y la represión de otros; que cada uno elija con quién quiere enfadarse más. Pero aquel embate bebía del miedo a convertirse en la periferia en una especie de Francia de segunda división, donde los provincianos presumen de la grandeur de la capital, satisfechos de haber contribuido a costa de sus propias energías. Afortunadamente todavía no estamos aquí, porque Barcelona es capital de su propio país desde hace un milenio, y eso no se cambia solo por inercia. Mientras nuestro gobierno sea un peón de Pedro Sánchez tendremos poco margen, pero por suerte Illa necesita el apoyo de partidos que, aunque en el 2017 fueron incompetentes, tienen a Catalunya en la cabeza, y eso nos da oportunidades para resistir.
Que el president vaya de gira por España para hacerse perdonar la demanda de una financiación singular –que le ha sido impuesta por sus socios– puede desagradarnos, pero demuestra que Catalunya sigue descuadrando la agenda del PSOE. Quizás no es cierto que resistir es vencer, pero si no hay resistencia solo nos queda ver cómo la historia nos pasa por encima. "Superar a Madrid", en el mejor sentido de la expresión, nada tiene que ver con el porcentaje del PIB, sino con el desacomplejamiento colectivo, en el derribo de las barreras mentales que debería permitirnos competir con los mejores sin tener que dar explicaciones al presidente de Canarias.