

Consideramos un diálogo dramatizado con sólo dos personajes, centrado en el tema de la corrupción política. De hecho, ya hay algunos, como por ejemplo Dignidad, de Ignasi Vidal. Lo que propongo yo sería protagonizado por un actor que interpretara al filósofo alemán Jürgen Habermas y otro al comisionista navarro Koldo García Izaguirre. ¿Se lo imaginan? En un lado del escenario, uno de los últimos grandes intelectuales europeos vivos (tiene 96 años); al otro lado, un personaje oscuro y medio analfabeto. La obra se podría decir Ética, simplemente. Todo esto puede parecer una idea extravagante... pero resulta que ya está inventada y tiene veinticuatro siglos. En los diálogos de Platón es muy frecuente que con Sócrates dialoguen tipos que en ese momento resultaban identificables por cualquier ciudadano de Atenas y que no eran precisamente grandes pensadores. De hecho, la cuestión de la corrupción, entendida en un sentido amplio, sobrevuela la mayoría de diálogos –digamos– políticos del filósofo griego. Todo esto quiere decir que estamos ante un problema que va mucho más allá de nuestras circunstancias, de nuestra época, de nuestro mundo. No me atrevería a decir que es inherente a la condición humana, pero sí está documentada en todo tipo de contextos desde hace milenios.
En este sentido, la idea de intentar erradicar por completo la corrupción –o el asesinato, u otros delitos– resulta más bien quimérica. Otra cosa es dificultar por todos los medios posibles la comisión de este tipo de hechos, así como castigarlos con mayor dureza cuando ya se han producido. Esta segunda parte resultaría relativamente sencilla –sólo debería modificarse el Código Penal– mientras que la primera es muy difícil. Actualmente, se considera que la mejor forma de complicar la vida a los corruptos es exacerbar la idea de transparencia. Esto está muy bien sobre el papel pero a la hora de la verdad no funciona. ¿Cuál es esa "hora de la verdad" quiebra? Es sencillo de explicar. Facturar en la administración cantidades irrisorias implica, como quizás ya lo han experimentado algunos lectores, un verdadero calvario administrativo. El esfuerzo que supone emitir una factura por valor de 150 o 200 euros a un ayuntamiento es grotescamente desproporcionado en relación con el importe facturado. A los corruptos vocacionales les interesan otras aventuras que nunca se deciden en un impreso electrónico con firma digital, sino que surgen en el contexto de una larga sobremesa en el reservado de un restaurante. La corrupción se incuba allí. Una vez que el corrupto y el corruptor han acordado el objetivo, el resto sólo es una cuestión de barra, pocos escrúpulos éticos y estéticos, amigos influyentes y abogados digamos flexibles con la legislación vigente. La transparencia, entendida ingenuamente, puede tener, pues, el efecto contrario al deseado. Se exige transparencia en todas partes y en todo momento por cosas insignificantes, olvidando –no sé si malintencionadamente o no– que es la excusa perfecta para ser deshonestos con buena conciencia con las cosas realmente significativas, sobre todo con la obra pública. Observamos con cuatro lupas y cinco focos una factura de 150 euros, y en ese mismo momento hay un par o tres tipos que, en una agradable penumbra, están urdiendo un contrato de ejecución de obra por valor de 150 millones mientras dringan los cubitos del tercer gintónic.
¿Qué hacer, pues, que sea mínimamente realista? La pregunta es retórica: ya se pueden imaginar que no tengo ninguna respuesta concluyente, ni conozco tampoco a nadie que haya ideado una infalible. Sin embargo, estoy convencido de que una manera de atenuar la corrupción relacionada con la concesión de obra pública pasaría por transformar ciertas decisiones que ahora son políticas en dilemas puramente técnicos donde los profesionales expertos no tuvieran sólo un papel consultivo sino ejecutivo. Las decisiones tomadas por un número significativo de personas de prestigio deberían ser siempre colegiadas y sólo válidas por mayoría. La decisión de realizar un puente o una carretera sería política, evidentemente; el resto, sólo técnica. Alguien puede decir que las cosas ya se hacen de un modo parecido, pero no es verdad, como acabamos de verlo. Tampoco se penalizan severamente los proyectos que implican a la fuerza un sobregasto posterior, ni otras muchas cosas que podrían corregirse con facilidad. Todo esto no serviría para desinfectar la política, evidentemente, pero sí para reubicar el problema más allá del relato ingenuo de la transparencia, que en estos momentos, y por paradójico que pueda sonar, es la que permite que la opacidad más tenebrosa pase desapercibida.