El acto de firma del Pacto Nacional por la Lengua, en el patio del Institut d'Estudis Catalans, el 13 de mayo.
03/06/2025
4 min

El acuerdo que el gobierno de la Generalitat ha construido con ERC, los comunes y multitud de entidades defensoras del catalán y que se presentó el 13 de mayo en el IEC tiene mucho calado práctico, ya que se destinan a la protección y fomento del catalán abundantes recursos –más que nunca–, pero tiene una dimensión política y simbólica aún mayor. La principal es que la lengua catalana deja de estar secuestrada por el nacionalismo y el independentismo y vuelve al terreno de todos, o casi todos, como así había sido durante muchos años, lo que permitió su plena normalización y que fuera vehicular en todas las escuelas. El resultado fue, más allá del ámbito institucional, que la gran mayoría de los jóvenes, tuvieran la lengua materna que tuvieran, pudieran escribirlo y hablarlo con normalidad. Otra cosa es que la sociedad catalana es como mínimo bilingüe, y eso, que la ciudadanía lleva y gestiona con toda normalidad, no debería convertirse en un problema ficticio creado en el ámbito de la política. El catalán, desde siempre, ha sido un patrimonio y un elemento distintivo de la gran mayoría de los catalanes, independientemente de su posicionamiento o alineamiento político. Con la Transición predominó el sentido de la responsabilidad con el tema del idioma y se optó por asegurar que toda la ciudadanía dispusiera de competencias llenas de dominio tanto del catalán como del castellano. Una sociedad diversa y compleja en la composición cultural y lingüística –también en la pulsión identitaria– optaba por aglutinarse y por dotarse de mecanismos de cohesión e integración. "Catalunya, un solo pueblo" fue un eslogan que significaba esa voluntad de no segregar y establecer sentidos de pertenencia plurales y compartidos. Otra cosa es que cueste que la Unión Europea le reconozca su condición de lengua oficial. Es una batalla que se va a ganar. Tiempo al tiempo.

El franquismo había perseguido, menospreciado y subordinado la lengua y la cultura catalanas. Había que no sólo superar esa triste fase, sino establecer políticas compensatorias del debilitamiento que el catalán había sufrido. Se requería una normalización y apoyo por parte de las instituciones educativas y gubernamentales en el nuevo país que se iba estructurando. Y esto se hizo con plena conciencia y apoyo de casi todos. Los castellanohablantes de una forma muy expresa y significativa. Justamente, debe hacerse notar que lo más reacio a la mecánica de inmersión lingüística fundamentada en un sistema educativo único que garantizase el dominio de ambos idiomas era el nacionalismo pujolista, partidario de una doble línea educativa en función de la lengua materna. Un planteamiento que si hubiera salido adelante habría segregado a la sociedad no sólo por orígenes culturales, sino también por procedencia social, por clases. Afortunadamente, se impuso la Catalunya políticamente progresista en esta cuestión tan basal, que entonces era mayoritaria y que representaban sobre todo al PSUC y después al PSC.

El sistema de inmersión se ha mantenido en sus elementos fundamentales durante cuarenta años. Que haya sido instrumento de éxito no le evita disfunciones, anquilosamientos y que sufra los cambios del entorno en un período tan largo. Habría que poder hablar de ello sin hacer un tabú. Si estamos de acuerdo en que el objetivo es el dominio de las dos lenguas cooficiales y que la inmersión es sólo el método que debe hacerlo posible, ajustar las herramientas a las mutaciones de la realidad no debería ser sólo posible, sino obligatorio. No se puede cuestionar la necesaria sobreponderación de una lengua con mayor riesgo y menos poder como es el catalán. Que los tribunales intervengan es poco recomendable; deberían prevalecer los consensos y los acuerdos políticos sólidos y honestos, sin intenciones ocultas en pro de un monolingüismo irreal o del menosprecio del catalán. Exabruptos como que "el castellano ya se aprende en la calle" sobran. La sintaxis se aprende en las aulas. En el ámbito idiomático necesitamos muchas aportaciones de sociolingüistas, más que de políticos con voluntad de encender fuegos. Los datos nos dicen que las competencias adquiridas en ambos idiomas son aceptables, que es lo que puede exigirse al sistema educativo. Es una evidencia y resulta preocupante, sin embargo, el retroceso del uso social del catalán. Aquí radica el problema sobre el que es necesario actuar, y será difícil obtener resultados. No hay "culpa" de nadie, sino dinámicas globales que tienden a conformar una cultura de masas universal en torno al inglés y al castellano. Se pueden y deben tomarse medidas mitigadoras, de protección –como establecer cuotas lingüísticas en las grandes plataformas de entretenimiento–, conscientes de que ésta es una batalla perdida, o casi. Lo que sí se puede hacer, mientras tanto, es desvincular al catalán de opciones políticamente partidistas. Ganará consideración y le restará antipatía. Con el catalán, algunos defensores acaban por resultar enemigos. Que sea de todos. Una vez más, Junts ha acabado por hacer el papel de la triste figura. Al final, las lenguas requieren practicantes; los propietarios e inquisidores sobran.

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