Un adolescente mirando el móvil en su habitación.
24/05/2025
2 min

Nuestros adolescentes están enganchados sobre todo a la china TikTok desde muy temprana edad. Su vida digital es muy activa en esta y otras redes sociales, y les da acceso a todo, con pocas barreras. También están en Instagram, Facebook, WhatsApp y Twitter, aunque estas redes, también populares, atraen más a los adultos. ¿Es necesario poner límites a los menores de edad en el acceso a este océano digital? ¿Cómo? ¿Quién debe hacerlo? ¿En qué medida? Son interrogantes que preocupan a las familias, los gobiernos, el mundo educativo y los expertos en salud mental. Hay, en efecto, motivos para la desazón. Pero las respuestas no son tan evidentes.

Australia ha aprobado una ley pionera en este sentido, que afecta a los menores de 16 años: entrará en vigor a finales de año y comportará multas de cerca de 30.000 millones de euros si las grandes tecnológicas no la aplican. En la misma línea restrictiva, y con igual corte de edad, el gobierno español promueve una ley de protección de los menores en el entorno digital, ahora en tramitación parlamentaria. Y junto a Francia y Grecia, el ejecutivo de Pedro Sánchez ha instado a Bruselas a impulsar normativas comunitarias a que, entre otras cosas, obliguen a que todos los dispositivos electrónicos que se comercialicen en la UE y se puedan conectar a internet –y, por tanto, tengan acceso a las redes sociales– cuenten con una verificación parental. Es decir, que sean los progenitores quienes decidan si sus hijos pueden acceder a las redes, y con qué límites.

¿Prohibir es la solución? El primer problema es que técnicamente no es tan fácil. Existen herramientas, pero no infalibles. De hecho, los expertos creen que los jóvenes encontrarán la forma de saltar las eventuales barreras digitales que se pongan. Y, al margen de ello, también creen que la prohibición en realidad sólo generará mayor interés entre los chicos y chicas excluidos, a la vez que evitará que se trabaje bien su educación en el uso de este canal de comunicación, por otra parte tan omnipresente.

La responsabilidad, en realidad, está en los adultos. Por un lado, y en primer lugar, en los padres y madres, que son los que deben dar ejemplo en el uso racional de las redes –a menudo damos mal ejemplo– y son los que deben acompañar e interactuar con sus hijos en su utilización. Por otro lado, existe la responsabilidad de las empresas tecnológicas, que deberían asumir activamente su rol de vigilancia en la cuestión de qué tipo de contenidos hacen accesibles a los menores de edad. Está claro que no lo hacen.

La prohibición legal, como algunos países están empezando a plantear, aparte de su dudosa efectividad, puede convertirse ante todo un gesto de cara a la galería para tranquilizar conciencias. En la práctica, puede comportar que las tecnológicas se desentiendan aún más de su responsabilidad en la moderación de contenidos y que nadie se plantee en serio la necesidad de frenar la explotación mercantil de los datos, una explotación que se realiza con técnicas de captación de la atención que generan una fuerte adicción ya las que los chicos y chicas son especialmente vulnerables. Hay, pues, campo por regular; una regulación que no tiene por qué pasar prioritariamente por la prohibición.

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