Knock Out

El símbolo que queda grabado para siempre y que es una magnífica metáfora del tiempo

Dejar huella
Periodista i crítica de televisió
3 min

Apenas hace una semana que Roland Garros homenajeaba a Rafa Nadal con un acto en la pista central. Uno de los momentos que derribaron las lágrimas al tenista fue cuando Gilles Moretton, el presidente de la Federación Francesa de Tenis, descubrió una bonita placa conmemorativa. Conectaba con el espíritu del tenis, con la idea del legado y con el valor icónico de la tierra batida del campeonato. En un lateral de la pista, Moretton barrió la arena y apareció la huella de Rafa Nadal sobre una fina losa de cemento blanco. No la forma de un pie desnudo ni el bajorrelieve de una zapatilla. Solo el rastro imperfecto que queda del frenazo de una dejada. Un surco que apela al dinamismo, al sacrificio, a la idea de juego y de esfuerzo como legado.

La marca de una huella es tan sencilla como trascendente. Neil Armstrong fue el primero en pisar la Luna en julio de 1969 y una de las fotos más emblemáticas de aquella misión del Apollo 11 es la de la impronta de la bota sobre el polvo fino de la superficie del satélite. Se ha interpretado a menudo como la imagen de la conquista del espacio, ese primer paso sobre la Luna que debía ser tan grande para la humanidad. Algunos expertos han matizado su origen. Buzz Aldrin, que fue el segundo en bajar del módulo lunar, pisó el rastro que había dejado su compañero Armstrong. La huella que ha trascendido sería la de Aldrin.

Otras marcas menos célebres son las de algunos portales del Raval de Barcelona. Las losas desgastadas por los talones de los zapatos son el recuerdo de las prostitutas que se pasaron allí, de pie, esperando clientes. Unos agujeros que cuentan parte de la memoria de un barrio.

El dramaturgo Jean-Claude Carrière, en una conversación con Umberto Eco, comentaba que en un catálogo de una casa de subastas encontró una fotografía de una supuesta huella de un pie de Buda con inscripciones. En el arte indio antiguo, el Budhapada –el pie del iluminado– era un símbolo que evocaba la presencia de Buda en la tierra. Mientras caminaba, enseñaba. Carrière lo interpretó como una imprenta antes de la imprenta. Estas imágenes, también en rocas y templos, se utilizan como guía espiritual y para marcar el camino a sus seguidores.

Las huellas humanas más antiguas del mundo se encontraron en Laetoli, en Tanzania, y tienen 3,66 millones de años. Grabadas en ceniza volcánica, son una prueba excepcional del primer bipedismo humano. Es un rastro de varios individuos que han servido a los expertos para especular sobre las estructuras sociales de esa época. Más recientes, pero igualmente emocionantes, son las huellas fosilizadas que se descubrieron en el desierto de White Sands, en Nuevo México. Es la mayor duna de yeso del planeta y las huellas son de hace veinte mil años. Recorren más de un kilómetro y medio y muestran a una persona joven, seguramente una mujer, caminando descalza sobre el barro mientras llevaba a un bebé a hombros. El análisis revela detalles como los resbalones o las huellas diminutas de la criatura que, de vez en cuando, dejaba en el suelo. Más allá de las pruebas arqueológicas de nuestros antepasados, son indicadoras de una impronta emocional. Los vestigios de unos afectos y ternura. Quizás el origen de lo que ahora llamamos humanidad.

En el techo de una vieja masía, en una losa hecha de barro, hay un azulejo con la patita de un gato. En otra, está el rastro de los saltitos de un pajarito. Las bestias se pasearon por encima antes de que pusieran las blandas en el horno, hace más de cien años. Y sus pequeñas huellas son un testigo accidental de otras vidas. Un instante fugaz e intrascendente que ha quedado grabado para siempre y que es una magnífica metáfora del tiempo.

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